BIOGRAFÌA DE ALLAN KARDEC POR HENRI SAUSSE (CONTINUACIÓN)

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                                                                                             “París,  4 de abril de 1869.

      “Amigos:

          “Tengo ante mí una amplia página:  ¿la llenará esta noche?  Agobiado,  destrozado,  comienzo apenas a reponerme  de tan natural emoción.

          “Me parece que todo ha sido un sueño  y,  sin embargo,  no tengo ni puedo tener el triste consuelo de la ilusión.  Es,  sí,  una realidad;  una verdad terrible sancionada por un hecho,  pero mi pensamiento no puede acostrumbrarse a la idea de que él no está ya aquí.  Que no está ya,  comprendan lo que pluma quiere decir,  pues lo que siente mi corazón desmiente lo que ella expresa.  No obstante,  es verdad;  el viernes llevamos sus despojos mortales al lugar de reposo;  el lúgubre ruido de la tierra que recubriendo su ataúd repercutía en mi corazón;  ¿qué les diré?… ¡Que he sufrido y no he llorado!

          “Después de cumplida la triste ceremonia fúnebre,  era mi intención escribirles de inmediato,  pero mi paralizado pensamiento y mi cuerpo abatido no quisieron que mi corazón tuviese tan dulce alivio;  ¡no pude!

          “He aquí,  en cuanto mis recuerdos me lo permiten, los pormenores de la ceremonia:

          “Exactamente a las doce del mediodía se puso en marcha  el convoy;  un único coche mortuorio,  modesto,  abría la marcha,  siguiéndole con paso lento la numerosa muchedumbre formada por los que habían podido encontrarse en esta última cita.  El cortejo estaba encabezado por el señor Levent,  vicepresidente de la Sociedad;  a su izquierda iba el señor Tailleur y a su derecha iba el señor Morin;  seguían después los médiums,  el comité,  la Sociedad en pleno;  luego,  la multitud de amigos y simpatizantes,  y cerraban la marcha los voluntarios y desocupados;  en total,  de mil  a mil doscientas personas.

          “El convoy siguió por la calle Grammont,  atravesó los grandes bulevares,  la calle Laffite,  Notre Dame-des-Lorrettes,  la calle Fontaine y los bulevares exteriores (Clichy),  penetrando en el cementerio Montmartre,  en medio de la multitud de los que le habían precedido.  Muy lejos,  en el fondo mismo del camposanto,  una fosa abierta aguardaba.  Los curiosos rompen filas;  a porfía,  para situarse en lugares desde donde puedan escuchar los discursos (¡pobres!).  La cuerda del sepulturero ciñe el ataúd,  que desciende con lentitud al fondo;  un gran silencio se hace;  el vicepresidente avanza hasta el borde de la tumba,  y su voz afectuosa,  emocionada y convencida,  en nombra de la Sociedad pide al muerto sus consejos y le dice no <<adiós>> sino <<hasta la vista>>.  Camilo Fammarion,  desde un montículo que hay cerca de la fosa,  toma la palabra en representación de la Ciencia unida al Espiritismo,  y enérgicamente sostiene ante todos la fe que le anima.  Le sigue en el uso de la palabra Delanne,  quien habla en nombre de nuestros hermanos de provincias,  prometiendo al espíritu de Kardec que todos habrán de proseguir por el sendero que con su ímproba labor ha trazado.  Un cuarto y último discurso pronunció nuestro compañero el señor Barrot.  Cada orador,  al dirigirse al espíritu de Allan Kardec,  le decía <<Vela por nosotros y por tus obras,  tú,  que posees desde hoy completa libertad>>.

          “Nada en las palabras de los oradores se asemejaba a las tristes oraciones fúnebres que desesperan el corazón con frases como ésta:<<¡Adiós!,  ¿no volveremos a vernos!>>  Lejos de nosotros tan triste pensamiento;  el Espiritismo nos da un mayor consuelo,  por lo que todos los discursos pronunciados ante la tuma del Maestro terminaron con estas tranquilizadoras palabras:  <<Hasta pronto,  amigo dilecto de nuestros corazones;  hasta vernos en un mundo mejor;  y ojalá podamos,  como tú,  cumplir nuestra misión en la Tierra>>.

          “Pronto la muchedumbre se dispersó,  marchando cada cual a sus ocupaciones o a meditar.  Los miembros de la Sociedad debían reunirse en el local de la calle Santa Ana,  para llevar a cabo una evocaión;  todos,  pues,  fueron allá de prisa.  Una vez en el local de la Sociedad,  obtuvimos seis comunicaciones.

          “Vuestro,

                                                                            (Firmado):  Muller”

          Tal como el señor Muller lo expresa,  ante la tumba del Maestro se dijeron cuatro discursos.  El primero fue el del señor Lavent,  por la Sociedad Espiritista de París;  el segundo ,  el de Camilo Flammarion,  quien no sólo presentó  un bosquejo del carácter de Allan Kardec y la influencia de su trabajo en el movimiento espiritista contemporáneo,  sino que también,  y sobre todo,  hizo una exposición del actual estado de las ciencias físicas desde el punto de vista del mundo invisible,  de las fuerzas naturales desconocidas,  de la existencia del alma y de su indestructibilidad.  Le siguió el señor Alejandro Delanne,  el cual habló en representación de los espiritistas de centros distantes y,  por último,  fue el mismo señor M. E. Muller quien,  en nombre de la familia y de sus amigos,  despidió los restos mortales del extinto.

          Ignoramos por qué atribuye el señor Muller a su camarada Barrot el tan vibrante discurso que pronunció él personalmente.  Pero no nos ocuparemos en buscar la causa de ello,  prefiriendo suponer que el nombre de Barrot fuera simplemente un seudónimo.

          De los cuatro discursos de que hemos hecho refrencia,  creemos preciso reproducir el del señor Levent.  Helo aquí:

          “Señores:

                “En nombre de la Sociedad Espiritista de París,  cuyo vicepresidente tengo el honor de ser,  vengo a manifestar sus condolencias por la cruel pérdida que acaba de sufrir en la persona de su venerado Maestro Allan Kardec,  muerto súbitamente anteayer,  miércoles,  en las oficinas de la Revista.

                “A vostros,  señores,  que todos los viernes os reuníais en la sede de la Sociedad,  no tengo necesidad de recordaros su fisonomía,  a la vez bondadosa y austera,  aquel tacto perfecto,  la exactitud de juicio,  su lógica superior e incomparable que nos parecía inspirada.

                “A vosotros,  que compartíais diariamente los trabajos del Maestro,  no os recordaré su labor continuada,  su correspondencia con las cuatro partes del mundo,  de todas las cuales le enviaban documentos serios,  que él clasificaba al instante en su memoria y recogía devotamente para someterlos al crisol de su elevada razón y que integran,  tras un trabajo de escrupulosa elaboración,  los elementos de las valiosas obras que todos vostros conocéis.

                “¡Ah,  si como yo hubierais podido ver el conjunto de materiales acumulados en el gabinete de trabajo de tan infatigable pensador;  si conmigo hubierais penetrado en el santuario de sus meditaciones,  contemplaríais dichos manuscritos,  unos casi terminados,  otros en curso de ejecución,  otros bosquejados apenas,  esparcidos aquí y allá,  y que parecen decir:  <<¿Dónde está nuestro Maestro,  que siempre tan temprano se ponía al trabajo?>>

                “¡Ah!,  más que nunca exclamaríais también,  con acentos angustiados y de tal modo amargos,  que serían casi impios:  <<¿Era preciso que Dios llamara a  Sí al hombre que aún podía hacer tanto bien,  a esa inteligencia tan henchida de savia,  a aquel faro,  en fin,  que nos arrancó de las tinieblas y nos mostró ese nuevo mundo tan distintamente vasto,  tan diferentemente admirable del que inmortalizó el genio de Cristóbal Colón?  Ese mundo cuya descripción apenas había comenzado a hacernos y cuyas leyes fluídicas y espirituales presentíamos ya>>

                “Pero,  tranquilizaos,  señores,  mediante el pensamiento,  tantas veces demostrado y recordado por nuestro presidente:  <<Nada es inútil en la naturaleza,  todo tiene su razón de ser,  y lo que hace Dios está siempre bien hecho>>.

                “No nos parezcamos a esos niños indóciles que,  no comprendiendo  las decisiones de su padre,  se permiten criticarles y a veces censurarle.

                “¡Sí! señores;  tengo la profunda convicción,  y la expreso resueltamente,  de que la partida de nuestro amado  y venerado Maestro era necesaria!

                “Por otra parte,  ¿no seríamos ingratos y egoístas si,  pensando exclusivamente en el bien que nos hacía,  olvidáramos el derecho que había adquirido de reposarse un poco en la patria celestial,  donde tantos amigos,  tantas almas escogidas le esperaban y fueron a recibirle,  después de una ausencia que a ellos también les habrá parecido muy larga?

                “¡Oh!, ¡sí,  están jubilosos,  de fiesta en lo alto,  y tal regocijo sólo igualan la tristeza y el duelo que nos causa su partida de entre nosotros,  pobres desterrados cuya hora no ha llegado aún!  ¡Sí,  el Maestro había cumplido su misión!  A nosotros corresponde proseguir su obra,  con ayuda de los documentos que nos ha dejado y de esos otros,   más preciosos todavía,  que el porvenir nos reserva.  La tarea será fácil,  estad seguros,  si cada uno de nosotros decide sostenerse valerosamente;  si cada uno de nosotros ha comprendido que la luz que recibiera ha de propagarla y comunicarla a sus hermanos;  si cada uno de nosotros,  en suma,  guarda en su corazón el recuerdo de nuestro lamentado presidente,  y sabe comprender el plan de organización que él puso como último sello,  a su obra.

                “Continuaremos,  pues,  tu labor,  querido Maestro,  bajo tu efluvio bienechor e inspirador;  recibe aquí esta formal promesa.  Es el mejor testimonio de afecto que podríamos darte.

                “En nombre de la Sociedad Parisiense de Estudios Espiritistas,  no te decimos adiós sino hasta la vista,  hasta pronto”.